Samuel Jean Crombé
Una visión creativa sobre la crianza y educación de nuestros hijos
"Si existiera algo que quisiéramos cambiar en los niños, deberíamos primero examinar y ver si no hay algo que podría ser mejor cambiar en nosotros mismos". Carl G. Jung
Los niños de hoy han cambiado. Son más sensibles e íntegros. Soportan difícilmente nuestras incoherencias entre lo que sentimos y lo que hacemos, entre lo que nos murmura nuestra alma y lo que decimos. Y nos toca a nosotros, los padres de estas nuevas generaciones, aceptar de lleno nuestra responsabilidad de educadores para mostrarles un camino nuevo inspirado por sus necesidades individuales.
Basándome en mi propia vivencia como niño con problemas de conducta además de en mi experiencia como terapeuta infanto-juvenil, os invito a descifrar los mensajes que con sus comportamientos nos están enviando nuestros hijos.
Son las 21h30 y voy a recoger a mi hijo de 2 años y medio a un cumpleaños. Al llegar, está llorando, apartado en una silla. Cuando me ve me llama a gritos, desconsolado. Otros padres me explican que está castigado porque mordió a un compañero que es mayor que él y bastante agresivo. Estoy seguro de que fue en defensa propia. Rescato a mi hijo y me voy enfadado con los que le castigaron y dolido por la injusticia de la situación.
Pero aunque sea en defensa propia, morder es inaceptable. Me veo pues obligado a volver a castigarlo ya que, con mi actitud heroica, anulé de alguna forma el castigo precedente. Lo que sigue es una velada sin fin con más lloros, tensiones con mi pareja y una larga mañana sin jugar con los amigos.
¿Cómo podría haber evitado esto? No pude gestionar las emociones que surgían al ver a mi hijo en esta situación. Recuerdos de mis propias dificultades para gestionar la frustración de pequeño, dolor de verle apartado, rabia por la impresión de mi incapacidad en ayudarle... De haberme serenado un poco, habríamos aclarado la situación en el momento y podríamos haber disfrutado de una tranquila velada.
¿Por qué me sentí tan mal al ver a mi hijo en esta situación? Se debe a la empatía y a las memorias asociadas con las emociones. Gracias a las neuronas espejo, puedo sentir lo que sienten los demás y en particular mi hijo. Es un lazo esencial para poder responder adecuadamente a sus necesidades afectivas. No obstante, tenemos que guardar siempre en mente que las EXPERIENCIAS VITALES asociadas con estas emociones son distintas de las de nuestros hijos. Todos hemos sufrido injusticias de pequeños, pero no podíamos hacer nada al respecto. Siendo adultos, sí podemos reaccionar. La tentación de proteger a nuestros hijos de la injusticia es enorme, sobretodo cuando la hemos sufrido con frecuencia. El problema es que cuando intento proteger a mi hijo de ello, estoy en realidad tratando de aliviar el dolor del niño pequeño que fui y que no pudo defenderse. La empatía con mi hijo me hace sentir la emoción de la injusticia y esta emoción me lleva automáticamente a la edad en la cual la sufrí más intensamente. Si no logro mantener mi posición de adulto, de repente tengo en mí a un niño de 2 años y medio enrabiado por la injusticia, pero con la capacidad de acción de un adulto. Ya os podéis imaginar cómo ayuda tal combinación a la resolución del conflicto... La injusticia forma parte de la vida y si quiero preparar a mi hijo para que sea una persona libre y feliz, no se trata de evitarla. Lo mejor que puedo hacer es, al contrario, mostrarle como puede uno "digerir" la injusticia manteniendo la serenidad interior. Y lo mismo pasa con las demás experiencias difíciles: no puedo evitar que las viva, pero si enseñarle cómo sacarles el mejor partido posible.
Lo mismo pasa cuando mi hijo me desafía. No puedo dejar que las emociones me sumerjan arrastrándome con ellas hasta la edad que tenía cuando desafiaba a los mayores y éstos me castigaban por hacerlo. Porque la ira que se despierta es la que sentía entonces pero lo más probable que se exprese en contra de mi hijo en vez de ayudarme a entenderle. De ahí algunos comportamientos violentos que también podemos tener los padres. Primero tengo que reconocer lo que está ocurriendo, mis emociones. Es la única opción si quiero ayudar a mi hijo a salir de esta actitud de forma constructiva. Otra posibilidad podría ser emplear la fuerza y domarlo. ¿Pero qué pasará cuando tenga 15 años? Puede que entonces la única opción sea la medicación psicotrópica.
Todos los padres nos identificamos parcialmente con nuestros hijos. Es un fenómeno natural y necesario que nos ayuda a desearles lo mejor. Sin embargo, es importante guardar en mente que no somos los únicos responsables de su desarrollo como personas. La manera en que un individuo se construye a través de sus múltiples experiencias sigue siendo un gran misterio que deberíamos de respetar. Mis hijos no son ni serán jamás "algo mío". En el mismo momento de su concepción, sé que un día tendré que dejarles abrir sus propias alas. Mi hijo es una persona que me comprometí a formar para que sea la persona más libre posible. Una persona que no es manipulada por sus estados de ánimos pero que puede vivir profundamente sus emociones, llevada por ellas hacia adelante como si de una potente ola se tratara en vez de ser un tsunami que la ahoga.
Esta educación emocional empieza con nosotros, los padres. Les educamos en este campo cuando nos interesamos por nuestros propios movimientos emocionales y cuando tenemos bastante amor para nosotros mismos para aceptarnos tal y como somos. Cuanto más en paz esté con mis propias experiencias de vida, más capaz me hago de mantener mi posición de adulto en las situaciones de conflicto. Tenemos aquí pues una primera clave para facilitar la resolución de conflictos. Es más eficaz interesarme primero por lo que en mí se despierta con estos conflictos en vez de querer cambiar a mi hijo o su manera de ser. A menudo nos parece más fácil cambiar a los demás para mejorar una situación. Pero en el fondo, sabemos que el cambio más eficaz empieza en nosotros. Un niño difícil necesita aprender a gestionarse y sus mejores modelos son sus padres. Al generar más orden y consciencia en mí, puedo reforzar mi propia autoregulación emocional, dando así a mi hijo el mejor ejemplo de madurez adulta. Es lo que más necesita en estos momentos de conflicto. Todavía no puede adquirir esta madurez, pero la puede percibir. A través de mí se puede apoyar en ella construyendo las bases de su propia libertad para con las vivencias emocionales. En cuanto a mí, al mantener mejor mi posición de adulto, puedo asumir realmente mi papel de educador. En mi trabajo con los niños, les enseño técnicas de regulación emocional mediante arteterapia pero si no ven algún rasgo de trabajo similar en sus padres, les costará mucho más integrar estas herramientas.
Lo queramos o no, los padres somos una referencia esencial para nuestros hijos que les seguirá influyendo a lo largo de toda su vida. No tratemos de ser perfectos. Tratemos de conocernos un poco más para tolerarnos mejor. Os propongo pues partir de la base siguiente cuando nos hacemos preguntas sobre los problemas que encontramos con nuestros hijos: somos buenos padres. Es hora de dejar de lado la culpabilidad o la sensación de "no estar a la altura". La culpabilidad nos impide actuar con corazón. Es una reacción egoísta ya que mientras me siento culpable, no estoy disponible para nadie y aún menos para mis hijos: solamente pienso en MI error, es culpa MÍA, etc.
Lo creamos o no, puede que seamos los mejores padres que tendrán jamás nuestros hijos. Deberíamos de ser capaces, de vez en cuando, de mirarnos a nosotros mismos con gratitud, maravillados de lo que hemos realizado o de quienes somos. Merecemos disfrutar de una relación armoniosa y plena con nuestros hijos. Por amor a ellos, hacemos todo lo que podemos, tanto a nivel material como emocional o afectivo. La forma en que estos esfuerzos se expresan, no obstante, no siempre es la que deseamos. Tenemos todos en mente cómo debe de ser un "buen" padre, una "buena" madre e intentamos encarnarlos. En realidad, el amor por mis hijos se expresa en cada uno de mis gestos. Incluso los múltiples errores que cometo nacen de mi amor por ellos. No puedo decidir expresar más o menos amor, el amor está ahí permanentemente pues es la fuerza de base que me une a mis hijos. Pero puedo tratar de mejorar la forma de expresión de este amor trabajando sobre su fuente, es decir, yo mismo y toda mi circunstancia.
Esto es la parentalidad consciente. Un camino que recorro para entenderme mejor y así responder con más corazón a los mensajes de mis hijos. Tolerar mis debilidades al tiempo que intento superarlas. Aceptar mis luces y mis sombras. Ser una buena madre o un buen padre aunque no sepa como hacerlo... El mejor regalo que le puedo hacer a mis hijos es regocijarme de quién soy y reconocer que me es difícil dar algo que no he recibido al tiempo que lo intento: "Puedo dar amor aunque no lo haya recibido en la forma que quería".
¿Y qué papel tiene pues el conflicto? Es un mensaje que nuestros hijos nos envían. Nuestros hijos nos quieren profundamente y desean nuestra felicidad. De la misma forma que sentimos lo que experimentan, ellos perciben nuestros sufrimientos secretos y los quieren aliviar. Por amor a nosotros, puede que adopten un comportamiento que nos empuja a desvelar estos secretos y liberarnos de ellos. En efecto, la preocupación profunda que sentimos al tener conflictos importantes con nuestros hijos nos lleva a hacernos preguntas y a adentrarnos, de una forma u otra, en este camino de la parentalidad consciente. Puede que descubramos entonces que, por ejemplo, sigue habiendo dentro de nosotros un niño rabioso y triste de cuyo sufrimiento me puedo ocupar desde mi posición de adulto. Es el primer paso para solucionar el conflicto. La paz que me traerá este paso me permitirá reaccionar con más serenidad al comportamiento de mi hijo, indicándole que ya no hace falta manifestarlo.
Cierto es que interesarnos por las emociones que despiertan en nosotros estos conflictos no es fácil. Están a menudo relacionadas con temas que preferiríamos dejar en la sombra. Pero tengamos en cuenta lo siguiente: estos temas se quedaron pendientes porque en el momento en que ocurrieron no teníamos los recursos suficientes para gestionarlos. Desde entonces maduramos, ganamos experiencia y podemos empezar a ver las cosas de manera diferente. Nuestros hijos, como la vida misma, no están ahí para hacernos las cosas difíciles. Están ahí porque, en un movimiento de profunda generosidad y amor, decidimos honrar a las fuerzas de vida que fluyen en nosotros, poniéndonos al servicio de otros seres humanos, comprometiéndonos a educarles y a prepararles para que sean quienes son. Sin parar, ellos nos envían pues los mensajes que necesitamos para que podamos ser los padres que necesitan y las personas que profundamente somos.
En este sentido, la parentalidad es un camino de creación constante. Al crecer mis hijos, cambia constantemente mi relación con ellos, encarnando la belleza profunda de la Vida y empujándome a descubrir recursos adormecidos para inventar nuevas maneras de SER. La parentalidad consciente es crecer al mismo tiempo que mis hijos, crecer como ser humano.
Y ahora viene lo más importante. De la misma manera que el dinero que no he utilizado pasa a la generación siguiente, los nudos emocionales que no desato los heredan mis descendientes. Al hacer consciente un tema pendiente, libero automáticamente a mis hijos de la necesidad de hacer algo al respecto. Es un fenómeno que aparece claramente en las constelaciones familiares. Y si al recorrer este camino nos tomamos un momento para girarnos hacia nuestros propios padres, constatamos que la parentalidad consciente nos ofrece otro regalo: el de ser mejores hijas e hijos para ellos, capaces de honrar en mayor medida quienes son y lo que hicieron por nosotros. Al hacerme cargo de mi propio equipaje emocional, al estar menos en demanda con los demás, dejo que mis hijos se puedan acercar más fácilmente a mí y yo a mis propios padres.
Hagamos pues que los mensajes de nuestros hijos no queden desoídos.
Samuel Jean Crombé. Psicólogo, trabaja principalmente con niños y adolescentes.